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Cuenta la historia que, una calurosa mañana de verano, un hombre se hallaba sen-tado sobre la hierba, bajo las ramas de un frondoso roble, disfrutando de la suave brisa y de la hermosa vista de su huerto. Aquel día había decidido darse un buen descanso para contemplar con placer los árboles y las hortalizas que durante mucho tiempo había ido cuidando con esmero. Acertó a pasar por allí un caminante, con quien inició una anima-da conversación. Al cabo de un rato, el caminante comenzó a sugerir al dueño del huer-to por qué no se esforzaba un poco más y, en vez de perder el tiempo sentado, se afana-ba por mejorar la producción de su huerto. El recién llegado no hacía más que proponer consejos: trabajando más en el huerto aumentaría la producción de tomates, con cuyos beneficios podría comprar más tierras, cultivar más, y, en un futuro, incluso establecer una empresa de tomate en conserva. A cada nueva propuesta, el dueño del huerto pre-guntaba al caminante: “Y eso, ¿para qué?” La razón final resultó ser esta: “Porque, si trabaja usted con esfuerzo y diligencia, un día podrá venir aquí y sentarse a disfrutar y ser feliz con lo que ha alcanzado”. A lo que nuestro primer hombre respondió: “Y, ¿qué cree usted que estoy haciendo yo en este momento?”